Cine de ciencia ficción europeo
La película de Ridley Scott, Blade Runner (1982), es por su concepción visual y argumental una película procedente de la tradición europea y francesa, en concreto de la revista Métal Hurlant, cuyos artistas, como Moebius, habían colaborado con Scott en su anterior incursión en el género, Alien (1979). Blade Runner cristalizó, dentro del marco del cine comercial, un proceso que había comenzado el cine de ficción europeo a lo largo de los años 60 y 70, que terminó con la idea de futuro y futurismo.
La creencia en un futuro de progreso e innovaciones científicas y tecnológicas no está igual arraigada entre los europeos que en otros ciudadanos del mundo. Para muchos pensadores, Occidente no es la culminación lineal de un largo proceso histórico que va desde la Prehistoria hasta la Era atómica. Nuestro reloj marca unas horas arbitrariamente construidas, para señalar el devenir continuo en la nada. Avanzamos hacia la entropía emunciada en la Segunda Ley de la Termodinámica, y no hacia un mundo feliz o infeliz. ¿Cómo creer entonces en esa ciencia ficción futurista y sus avances –o retrocesos hacia delante- espectaculares y apocalípticos? El cine europeo de ficción es una intuición de lo inminente. Es un recuerdo del futuro que yace ya grabado en nuestro presente. Para Bergson, Proust o Julio Verne lo maravilloso nunca ocurre en el futuro, sino en un presente histórico contemporáneo. Proust En busca del tiempo perdido se atiene a los conceptos de tiempo, memoria y recuerdo desarrollados por el filósofo Bergson; Lawrence Dureel en su Cuarteto de Alejandría aplica la fórmula básica de la relatividad de Einstein a la narración: tres partes de espacio y una de tiempo…
Godard rodó íntegramente su Lemmy contra Alphaville (1965) en el París que vivía, sin recurrir a ningún decorado futurista. Buscó y encontró aquellos lugares urbanos donde se hace visible la inminencia del futuro presente. Lo mismo ocurre con Fahrenheit 451 (1966) de Truffaut, donde su futuro es un reflejo directo de la Guerra Fría, sus espías y traiciones, exploran los rincones de la Inglaterra de los años 60 que contiene en sí la Inglaterra de hoy y de ayer.
Lemmy Caution se encuentra con una ciudad triste y gris, dónde una voz parece que lo controla todo, la de Alpha 60 (quizás un antecedente del HAL 9000). Sus ciudadanos se comportan como robots, de forma automática, no conocen el significado de la palabra "conciencia" ni tienen curiosidad por nada, dicen "no" cuando en el fondo quieren decir "sí", y un libro llamado la Biblia es su refugio cuando no entienden algo. Mostrar tus verdaderos sentimientos o pensar contra el sistema se castiga con la muerte (fusilamiento), llorar es delito. Una sociedad con tendencia al suicidio, muy deprimente, dónde a menudo han de tomar tranquilizantes y demás pastillas para mantener la cordura. Y tras la máquina, un "científico loco" que juega a ser Dios.
Puesta en imágenes del célebre relato de Ray Bradbury, Fahrenheit 451 es la temperatura a la que arde el papel de los libros. Guy Montag, un disciplinado bombero encargado de quemar los libros prohibidos por el gobierno, conoce a una revolucionaria maestra que se atreve a leer. De pronto, se encuentra transformado en un fugitivo, obligado a escoger no sólo entre dos mujeres, sino entre su seguridad personal y su libertad intelectual.
La mayor parte de las películas futuristas europeas carecen de los lujos y fastos del futuro de la ciencia ficción hollywoodiense. Incluso maestros como Tarkovsky se quejaba de que en Solaris (1972) había demasiadas naves espaciales y artefactos tecnológicos. De hecho la atmósfera futurista la consigue rodando en ciudades reales y con un empleo sugestivo de la música, como vemos en la hipnótica Stalker (1979) que nos cuenta la supuesta caída de un meteorito o el aterrizaje de una nave alienígena; nunca sabremos la verdad, las circunstancias sirven de excusa para introducirnos en la Zona, un mundo aparte pero literalmente contiguo al nuestro, donde todo y nada es posible.
En su testamento final Sacrifico (Offret, 1986) el sonido en off de los aviones que, supuestamente, marchan a la guerra nuclear, se convierten en el anuncio de una conflagración mundial, de un Apocalipsis, donde demuestra su capacidad para hacer que el tempo cinematográfico y las imágenes menos espectaculares, transmitan al espectador la sensación de encontrarse en un mundo que no es exactamente el suyo, su contemporáneo en el tiempo, sino uno ligeramente por delante o, quizá, situado unos milímetros a la izquierda o a la derecha del presente.
En su testamento final Sacrifico (Offret, 1986) el sonido en off de los aviones que, supuestamente, marchan a la guerra nuclear, se convierten en el anuncio de una conflagración mundial, de un Apocalipsis, donde demuestra su capacidad para hacer que el tempo cinematográfico y las imágenes menos espectaculares, transmitan al espectador la sensación de encontrarse en un mundo que no es exactamente el suyo, su contemporáneo en el tiempo, sino uno ligeramente por delante o, quizá, situado unos milímetros a la izquierda o a la derecha del presente.
La memoria intuitiva del futuro está presente en la obra de Chis Marker, quien en La Jetée (1962) nos ofrece una paradoja formal de partida: la historia de viajes en el tiempo del futuro al pasado. La sensación es que el futuro ya ha ocurrido y que está fijo en el Tiempo, motivo por el cual puede el protagonista de la historia volver al pasado. Una de sus obras en video, Le Souvenir d’un avenir (2001), incide en el tema del recuerdo del mañana.
El tiempo se concibe frecuentemente como circular, como cíclico o espiral en el cine fantástico europeo, regresando al concepto del “eterno retorno”. A los protagonistas les resulta imposible físicamente escapar del escenario espacial donde transcurre la historia, como en El quimérico inquilino (Le locataire, 1976) de Roman Polanski, El año pasado en Marienbad (1961) de Alain Resanis, Malpertius (1973) de Harry Kümel, La Jetée (1962) de Chris Marker, Sacrificio (Offret, 1986) de Tarkovsky, Mi novia es un zombie (Dellamorte Dellamore, 1994) de Michele Soavi, El desierto de los tártatos (1976) de Valerio Zurlini, Te amo, te amo (1968) de Alain Resnais, Deslizamiento progresivo del placer (1973) de Alain Robbe-Grillet…
En todas ellas no hay salida, y la curvatura del tiempo arrastra a sus personajes a un eterno principio que conduce siempre, indefectiblemente, al mismo drama primigenio que motiva su existencia. Al cine europeo no le interesan los futuros lejanos y maravillosos, llenos de avances y artefactos tecnológicos espectaculares.
El tiempo se concibe frecuentemente como circular, como cíclico o espiral en el cine fantástico europeo, regresando al concepto del “eterno retorno”. A los protagonistas les resulta imposible físicamente escapar del escenario espacial donde transcurre la historia, como en El quimérico inquilino (Le locataire, 1976) de Roman Polanski, El año pasado en Marienbad (1961) de Alain Resanis, Malpertius (1973) de Harry Kümel, La Jetée (1962) de Chris Marker, Sacrificio (Offret, 1986) de Tarkovsky, Mi novia es un zombie (Dellamorte Dellamore, 1994) de Michele Soavi, El desierto de los tártatos (1976) de Valerio Zurlini, Te amo, te amo (1968) de Alain Resnais, Deslizamiento progresivo del placer (1973) de Alain Robbe-Grillet…
En todas ellas no hay salida, y la curvatura del tiempo arrastra a sus personajes a un eterno principio que conduce siempre, indefectiblemente, al mismo drama primigenio que motiva su existencia. Al cine europeo no le interesan los futuros lejanos y maravillosos, llenos de avances y artefactos tecnológicos espectaculares.
“Hay que reconocer que los gabachos tienen su punto hasta cuando se ponen en plan gafapasta. Nadie como ellos para camuflar lo que en manos de los italianos sería una simple película marrana, con el disfraz de cine de arte y ensayo”. Opinión "extraviada" de un redactor de la Revista Quo
En Glissements progressifs du plaisir Alain Robbe-Grillet (guionista de la mítica El año pasado en Mariembad) nos relata un cuento erótico de tintes surrealistas y oníricos. Una chica fugada de un convento-prisión lega a un juzgado donde la acusan de asesinar con unas tijeras a su compañera de cuarto. Todos la creen culpable salvo su guapa abogada, la cual se parece mucho a la víctima. Entre ellas se desarrolla una historia de amor y, finalmente, la acusada mata a la letrada a tijeretazos tras acostarse con ella. En ese instante aparece el policía que la creía inocente, pero al contemplar la nueva escena del crimen todo vuelve a empezar.
Excepto en contados ocasiones, en las que abundan el exotismo, la fantasía y el esteticismo voyeurista como en Barbarella (1968) de Roger Vadim o El Quinto Elemento (1977) de Luc Besson, los cineastas europeos utilizan recursos icónicos y hasta verbales de ciencia ficción minimalistas y con una economía de medios que hace inconsumible el producto para los malacostumbrados espectadores por los tópicos del genero americanos. Al cineasta europeo le basta una palabra, una historieta o una imagen para penetrar en lo desconocido y lo futurible. En Mala Sangre (Mauvais sang, 1987) de Leos Carax, la simple referencia a una extraña epidemia que mata a quienes practican el sexo sin amor, metáfora no muy forzada del SIDA, basta para trasladarnos a un París que ya no es el nuestro. En La muerte en directo (1979) Tavernier nos muestra a un periodista que tiene una cámara implantada en el cerebro quien nos trasmite el fallecimiento de una enferma por televisión, en un futuro en el que casi nadie muere ya por causas naturales… y casi imposible de distinguir de nuestro presente. El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003) de Michael Haneke nos muestra una catástrofe que es apenas diferenciable de la reciente guerra de los Balcanes o de la invasión de Irak. Los escenarios de muchos filmes europeos de ciencia ficción son intimistas, ocurren en espacios cerrados o aislados, frente a los grandes espacios cósmicos del cine americano. El Unicornio (Black Moon, 1975) de Louis Malle es una extraña fábula en la que los protagonistas se encuentran, como los de Sacrificio, aislados en una casa de campo, mientras a su alrededor se aproxima la guerra, apenas entrevista, y se acumulan elementos mágicos y simbólicos que arrastran a la protagonista, en evidente paráfrasis de Alicia en el País de las Maravillas de Carroll, hacia una conflagración jungiana entre los sexos en un futuro próximo, una especie de viaje onírico de una adolescente hacía la autoconsciencia. … casi de la misma manera que el acto de sexo sagrado que celebra el protagonista de Sacrificio hará retroceder el Tiempo hasta el momento anterior al estallido de la guerra.
Pero lo más inquietante de este futurismo europeo es cuando la ciencia ficción se sitúa no en el futuro, sino en el pasado, como vemos en la obra Satyricon (1969) de Fellini o en Medea (1969) de Pasolini. Fellini, sin necesidad de acudir a excesos espectaculares o escenográficos, recrea una Roma bárbara, extraña y erótica utilizando escenarios reales, generando una realidad nueva a través del ojo de la cámara, sin pretensiones de que ésta copie con exactitud la naturaleza, una pretensión imposible para este aparato técnico. La inmensa belleza del mundo no cabe en una cinta de celuloide o en un sensor CCD o CMOS.
Pasolini nos presenta un largo rito de fertilidad y sacrificio que podría ser la imagen de otro planeta, de una civilización alienígena o de un futuro post-hecatómbico, tanto como de un pasado mítico de la humanidad. El desierto, la intensa luz, los paisajes desolados, la arena y las piedras, parecen mostrarnos un “realismo” que no puede ser más engañoso, como en el mundo del spaghetti western, donde la estilización y un concepto puramente cinematográfico de lo real superan a la realidad misma. En la historia de Pasolini el tiempo es agredido al mostrar una historia del pasado a través de su persistencia en el presente, una narración asincrónica que altera sin complejos la sucesión lineal de los acontecimientos.
Dos imágnes del obra Satyricon (1969) de Fellini
Maria Callas i Pier Paolo Pasolini en Medea
También un filme histórico de Tarkovsky, Andrei Rublev (1969) -la historia del pintor de iconos del siglo XV-, posee un aliento propio de la ciencia ficción, conseguida por la manera apocalíptica, surrealista y bárbara que presenta la Edad Media rusa, fijándose también en sus adelantos tecnológicos, como el globo aerostático que vemos volar en el prólogo, o la presencia de unos brujos paganos perseguidos por la Iglesia Ortodoxa que se parecen a los hippies de los años 70, mientras que el caos feudal y el clima de colapso social que refleja la película esta cerca del que describe el filme “futurista” La hora del lobo de Haneke.
La obra de Aleksander Sokurov Los días del eclipse (Dni zatmeniya, 1988), sin utilizar tecnología ni cacharros futuristas, nos mete en la ciencia ficción al contarnos la historia de un hombre que se ve sorprendido cuando, en el depósito de cadáveres, el cuerpo de un vecino fallecido le interpela con voz susurrante para explicarle, de forma más inquietante que terrorífica, que ha penetrado en un círculo de la existencia que no es el suyo. Así descubre la existencia de mundos paralelos, que se extienden como círculos concéntricos, pero sin interpenetrarse en sí mismas, hasta que alguien, inadvertidamente, cruza la línea de su círculo para encontrarse inmerso en una nueva realidad. Una vez más se evade la lógica del tiempo diacrónico y la expectativa del futuro como progresión lineal.
“Cuando Ridley Scott combinó pasado (ambientación retro, film noir, narrativa clásica cinematográfica) y futuro (androides biogenéticos, colonias espaciales, videoclip, etc.), de la ecuación resultante surgió un simple y duro presente continuo, que bajo la etiqueta de cyberpunk acabó con la ciencia ficción y la anticipación futurista, al menos tal y como las conocíamos” (Jesús Palacios. Mirada III. Tiempos, dentro de la obra Europa Imgaginaria. Cinco miradas sobre lo fantástico en el viejo continente. Edición de Antonio José Navarro y Angel Sala. Ediciones Valdemar, Madrid, 2006. Pág. 104).
Pasado y futuro se diluyen en el presente, se penetran, se funden y confunden. Tenemos batallas entre todos estos aspectos del tiempo; los dioses y lo divino siempre representaban el límite y el transcurso lineal del tiempo; el demonio era lo que franqueaba el límite, el salto del tiempo, es decir, el cambio, el devenir. Un mundo sin memoria ni futuro, anclado en el presente, seria un mundo dictatorial, como refleja en Taxandria (1994) el belga Raoul Servais.
Blade Runner consolidó la tendencia del cine europeo de la inminencia del futuro en el presente, un futuro que no supone un concepto de progreso ni de esperanza, sin utopías, sin catástrofes, sin paraísos perdidos en un pasado que sigue presente, ni sociedades utópicas esperando un futuro que ya está contenido en el mismo presente continuo que habitamos.
Blade Runner consolidó la tendencia del cine europeo de la inminencia del futuro en el presente, un futuro que no supone un concepto de progreso ni de esperanza, sin utopías, sin catástrofes, sin paraísos perdidos en un pasado que sigue presente, ni sociedades utópicas esperando un futuro que ya está contenido en el mismo presente continuo que habitamos.
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