Dónde existe lo que existe

     El llamado “idealismo” cartesiano se opone al realismo que propugnaba que la realidad del mundo está en las cosas que nos rodean: cuanto vemos, sentimos y olemos posee un ser en sí, independiente de nuestra representación. El mundo existe aunque nosotros estemos muertos. Las cosas, en definitiva, no necesitan de nuestra intervención intelectual para que se predique de ellas una serie de características: las tienen por ser como son, sean o no explicitadas por un sujeto.


     Llegados a este punto, tendremos que recordar de nuevo lo que hemos expuesto en otras entradas de mi blog,  empezando por el Idealismo, por cierto, resumido muy bien en el blog El vuelo de la lechuza.

     ¿Estamos seguros de que todo cuanto sentimos y queremos poseer son en sí una realidad indubitable? Este es el punto inicial de la reflexión de Descartes: la duda.




    Puede que los sentidos nos engañen y que todo cuanto experimentamos no se trate más que de un sueño o de una pesada broma que algún genio maligno nos está gastando. Descartes concluye que nuestra única certeza es que somos una realidad pensante (“je ne suis qu’une chose qui pense”).

      Surge así una filosofía centrada en la conciencia del sujeto cognoscente. De repente, la razón humana se vuelve objeto de reflexión, y el criterio de verdad se busca en nuestro interior. En contraste con el realismo, para el que las cosas poseen un ser en sí independiente del sujeto que las conoce, el idealismo cartesiano introduce un carácter relativo en la realidad: las cosas aparecen en tanto que son algo para nosotros, son ideas que se forman de las cosas en nuestra cabeza, precisan de nuestra participación como seres cognoscentes, y por ello hemos de examinar muy concienzudamente de qué modo llegamos a conocer lo que conocemos para, en último término, estar seguros de su verdad. 


Fuente: El filósofo

    Los filósofos durante los siglos XVI,XVII y XVIII indagaron sobre los límites del conocimiento, es decir, sobre la posibilidad de un conocimiento más allá del mundo material, del mundo de la experiencias y se preguntaron si podían averiguar que había en el más allá.

     Nuestro estudio –aunque difuminado por el largo razonamiento que venimos efectuando- trata sobre la idea o la existencia del alma. Para Descartes, el alma es una cosa independiente del cuerpo, una sustancia cuya actividad reside en la conciencia, aunque él dijo que estaba e una pequeña nuez del centro del cerebro, donde a través de una especie de sistema hidráulico, manejaba al ser humano.

      Ya vimos que para los pensadores cristianos no se podía separar el cuerpo y alma, que constituían una unidad sustancial, hasta el punto de que el alma sólo podía encajar en su propio cuerpo, lo que limitaba la posibilidad de la metempsicosis y la migración del alma.



Retrato: René Descartes, por Jan Baptist Weenix.

    Descartes y los racionistas (por cierto, aunque se denominen así, son los pensadores más alejados de la razón y con teorías bastante absurdas) llegaban al conocimiento del alma a través de dos métodos. Uno decían que se podía tener conocimiento del alma deduciendo su existencia a partir de los datos empíricos, y los otros afirmaban que la idea del alma sobrepasa el ámbito de los sentidos.

      Si deducimos empíricamente la idea de “alma”, nos encontramos con que el alma no puede ser vista ni medida, debido precisamente a su carácter inmaterial y, además, no podemos tener sensaciones de aquello que nuestros sentidos no captan.

      La segunda posibilidad, la metaempírica, se asienta en la existencia de datos, que, por metafísicos, no tienen su origen en lo sensible y son puramente intelectuales, más allá del mundo material.



Fuente: e-ducativa

    Durante los siglos XVII y XVIII dos grandes movimientos filosóficos mantuvieron posturas enfrentadas sobre los límites del conocimiento. La discusión también se basaba sobre el carácter científico de la metafísica que pretendía llegar al conocimiento de unas supuestas “realidades” que están más allá del mundo conocido, como Dios, Alma y, extrañamente, aquí también se introducía el Mundo, cosa nada abstracta y cuyas leyes se pueden estudiar.

      Los racionalistas (Descartes, Leibniz, Spinoza) sostenían que nuestro conocimiento se puede construir independientemente de la experiencia sensible (que no es fiable) a partir de las ideas innatas de nuestro interior. Estas ideas innatas son evidencias en sí misma que nos permiten deducir la existencia de Dios, del Alma y del Mundo. Así, pues, para ellos la metafísica era una ciencia.

      Para los empiristas (Locke, Hume) el conocimiento humano se consigue a través de los sentidos. Reniegan de las ideas innatas y las únicas ideas que existen surgen de la experiencia sensible, asegurando que nuestro conocimiento no puede traspasar las fronteras de la experiencia. La metafísica nunca es ciencia, dado que es imposible tener conocimiento sobre lo que no se sabe, ni experimenta…



Obispo George Berkeley (Berkeley Art Museum/Pacific Film Archive)

      La repercusión de la obra de Descartes fue la fundación del idealismo empírico (también llamado psicológico), que propugnó el obispo anglicano George Berkeley (1685-1753). Éste explicaba –como acabamos de ver- que nuestro psiquismo condiciona todo cuanto conocemos, y que los objetos que entran a formar parte de nuestro elenco cognoscitivo residen únicamente en nuestra conciencia. Las cosas son cuando son percibidas (esse est percipi), sino, no lo son. El mundo material que nos rodea es un mero producto de la representación que de él nos hacemos. En su Tratado sobre los principios del conocimiento humano, aseguraba que cuando nos esforzamos al máximo en concebir la existencia de cuerpos externos, estamos contemplando sólo nuestras propias ideas. Pero, al no tener la mente conciencia de sí misma, se engaña al pensar que puede concebir, y que de hecho concibe, cuerpos que existen sin ser pensados o con independencia de la mente.




     Esta posición extrema es conocida como solipsismo, consistente en la dificultad de salir de nosotros mismos para relacionarnos con el mundo en general. ¿Cómo, en efecto, podemos saber si conocemos “clara y distintamente” cuanto conocemos, si nuestro único criterio de verdad es nuestra propia conciencia? Y además, ¿cómo afirmar la existencia de las cosas si sólo existen en y para la mente que las piensa? ¿Qué ocurre en un entorno carente de inteligencias humanas, que no es percibido por nadie? ¿Existe en verdad? Para salvar este carácter etéreo de las cosas en el que el mundo parecía diluirse, Berkeley recurre a Dios: “así, cuando cierro los ojos, las cosas que veía pueden seguir existiendo, pero tiene que ser en otra mente”, escribía el filósofo en la obra citada. Por tanto, cuando dejamos de ver, por ejemplo, el paisaje que tenemos ante nosotros, este deja de existir… a no ser que, como afirmará, siga existiendo en una mente diferente o en Dios.

      Vemos así cómo sólo el recurso de un Espíritu Infinito puede ser la causa directa de la existencia real del mundo. Una existencia que, de paso, sirve para demostrar -a juicio de Berkeley- la realidad de Dios, “de quien dependemos total y absolutamente, en una palabra, en quien vivimos, nos movemos y somos” (El vuelo de la lechuza).

Historia natural del alma
(Basada en la obra de L. Bossi y la historia del pensamiento de Arthur O. Lovejoy)

1. ¿Que es el alma?


2. El alma en la Antigüedad


3. El alma de los animales


4. El racionalismo y el hombre máquina

5. El Idealismo


6. Transformismo: la escala en movimiento



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