Brujería: realidad o fantasía


5. Brujería: realidad o fantasía

      Hemos definido anteriormente lo que podemos llamar pensamiento mágico el cual es anterior a la religión. La Diosa Madre era la dadora de vida y de la muerte, la vida era un ciclo de nacimiento, crecimiento y muerte. El pensamiento primitivo creía en los ciclos lunares, el de las plantas, el de la vida… Las religiones monoteístas supusieron el triunfo del pensamiento metafísico. El mundo se dividió en dos: una espera superior luminosa y buena; otra inferior oscura. En el plano espiritual también quedaron enclavados en dos esferas semejantes los hechos morales. Los mitos, o sea los arquetipos, ejemplifican aspectos morales de estas dos esferas - solares y celestes-, sin embargo, también pervivieron los de la esfera mágica, es decir, la  Tierra y la muerte.

       Las sociedades primitivas empleaban la magia para conseguir sus propósitos,  utilizaban conjuros y otros procedimientos coercitivos para obtener beneficios o maleficios. En sociedades más avanzadas surgen las creencias en una Divinidad superior y el hombre, para dirigirse a ella, abandona la coerción y utiliza la plegaria o el ruego, es decir  la oración y el rezo por el que se rinde vasallaje y acatamiento al  Ser superior: se ha inventado la religión. Desde el punto de vista teórico y conceptual esta afirmación queda muy bien, pero en la realidad resulta muy difícil separar la magia de la religión. En  muchos lugares se observa como la casta hereditaria de los magos se convierte en la de los sacerdotes, capaces de realizar magia para el beneficio de la colectividad.

      Los actos mágicos se explican por la simpatía o acuerdo que hay entre las cosas semejantes y la hostilidad que existe entre las que no lo son. Pero los magos, según Plotino sólo pueden atacar la parte irracional del individuo, por eso los hombres sabios no experimentan en su alma los efectos de la magia. Hay una afinidad, una simpatía entre la luna, la noche y la mujer que nos conduce  a la hechicera o bruja. O al menos así lo creyeron nuestros antepasados de los siglos XVI y XVII, muchas personas sintieron auténtico temor hacía los actos que “se decía” que realizaban estas personas malvadas. Nosotros debemos comprender que entonces no estaban separadas las fronteras entre la realidad física y el mundo imaginario. “Las consecuencias que trae en una sociedad el hecho de que se crea objeto de actos mágicos son incalculables, pues todo su sistema de sanciones, religiosas o legales debe ajustarse...al sentido mágico de la existencia” (Julio Caro BarojaLas brujas y su mundo”). El pueblo llano, así como las brujas que pertenecían a él, confundían imaginación y realidad. 


Aquelarre, ilustración de Borja Pindado

      El hombre tardó varios cientos de años en extirpar de sus leyes, de su justicia civil y religiosa, los conceptos mágicos que la impregnaban. Precisamente, en el momento en que estaba surgiendo la ciencia moderna y el método científico, muchos fanáticos en su nombre y en el de la razón, mataron a miles de mujeres por no saber comprender o no querer creer que ellas hablaban de un mundo fantástico, sus aventuras y desventuras ocurrían en la ficción, en sus sueños y en sus viajes extáticos. Ellos, juristas e inquisidores, en nombre de la razón dijeron que lo que manifestaban y hacían las brujas era real y que sus poderes procedían del diablo. Estos jueces, estos próceres de la sociedad, creían a pies juntillas en la existencia real de la Magia y de las brujas capaces de cometer horribles crímenes. Esta es la historia que vamos a contar. 

       Dividiremos Europa en dos grandes grupos, atendiendo a la creencia en las brujas –tanto a nivel popular como intelectual- o a su incredulidad. Los países protestantes pertenecen al grupo de los crédulos, destacando Alemania, Suiza, la región del Jura, los Países Bajos españoles, Francia e Inglaterra, en los cuales la persecución se caracterizó por su excepcional brutalidad (especialmente en la región de Lorena y en el sudeste de Alemania). El segundo grupo comprende las comarcas nórdicas, orientales y mediterráneas que conocieron una represión mucho menos severa (a excepción de la zona de Venecia). Aquí podrían encuadrarse Italia, Suecia, Polonia y España.

      La brujería es calificada por los estudiosos como delito imaginado, de fantasía compleja sin fundamento en la realidad. Por lo tanto, las personas juzgadas por brujería son consideradas víctimas inocentes de un sistema judicial equivocado o de un ordenamiento legal opresivo. El historiador  debe averiguar si las personas acusadas de brujería estuvieron o  no implicadas en las actividades por las que fueron sometidas a juicio.

       En el delito de brujería encontramos dos componentes, el maleficium y el demonismo. El primer componente tiene una base real sólida, ya que en casi todas las sociedades, ciertos individuos practican la magia nociva o maligna. Así han pervivido restos históricos de sus maleficios escritos, de las muñecas y de los numerosos instrumentos que empleaban en su oficio, también una gran cantidad de literatura sobre magia. Lo que resulta más difícil es determinar si alguna de las brujas acusadas practicó realmente la hechicería. La mayoría de ellas eran personas analfabetas que carecían de libros: tampoco los tenían de magia, ni de magia negra. Las pruebas legales que utilizaron los jueces para condenarlas consistían en sus propias confesiones y en las acusaciones de los vecinos. Ambos tipos de pruebas son sospechosos: las confesiones, porque solían obtenerse bajo tortura; las deposiciones de testigos, porque procedían de parte hostil.


Häxan, la brujería a través de los tiempos (1922) de Benjamin Christensen

      La hechicería fue uno de los pocos medios con que las mujeres, sobre todo si eran ancianas y no estaban casadas, podían protegerse y sobrevivir en las sociedades de la Europa moderna. Pero, aunque algunas de las brujas practicaran la magia maligna, no debemos suponer por ello que todas, o incluso una mayoría, actuaran así. Además, aunque ellas realizaran hechizos malignos, sus efectos reales no llegaban a producirse. Entre los miles de brujas ejecutadas, las que practicaban maleficium eran un porcentaje muy bajo. Un número mayor, que sigue siendo una minoría clara,  fue culpable de practicar algún tipo de magia blanca, que sus vecinos malintencionadamente malinterpretaron o tergiversaron para condenarla. La mayoría de las personas acusadas de brujería no practicó ninguna clase de magia.

      Sobre el asunto del demonismo la única prueba que poseemos al respecto son las confesiones de las mismas brujas y las acusaciones presentadas por supuestos cómplices. Estas pruebas son sospechosas porque contienen referencias a la realización de actos manifiestamente imposibles, como el de volar por el aire, transformarse en animales... Estas afirmaciones hacen dudar de la veracidad del testimonio y requieren pruebas de apoyo, pruebas que nunca se han presentado. Los vecinos que acusaban a las brujas de culto al demonio no testificaron ni tan sólo una vez haber presenciado el culto colectivo al demonio, ni un pacto entre una bruja y el diablo. El crédulo inquisidor Paulus Grillandus admitía que nunca había visto ni oído que una bruja fuera sorprendida ejecutando su delito. Ninguna autoridad consiguió realizar nunca una redada en alguna cueva de brujas. El inquisidor español Alonso de Salazar, quien en 1610 interrogó a cientos de brujos y brujas del país vasco -después de estudiar sus confesiones y sus innumerables contradicciones-, llegó a la conclusión de que aquel asunto sólo era una quimera.


Häxan, la brujería a través de los tiempos (1922) de Benjamin Christensen

       Un segundo motivo para cuestionar las confesiones de las brujas es que fueron obtenidas, muchas de ellas, bajo tortura o amenaza de tortura, por lo que sus confesiones expresaban más lo que el torturador deseaba oír, que lo que la acusada había hecho realmente. El supuesto culto al demonio sólo aparecía cuando se aplicaba el tormento; los testigos se referían siempre al maleficium y no al demonismo. Por tal razón, es válido afirmar que la tortura “creó” en cierto sentido la brujería, o, al menos, la brujería diabólica (Brian P. Levack, La caza de brujas en la Europa Moderna, p. 39).

      La función decisiva de la tortura en la obtención de confesiones de demonismo queda ilustrada en el juicio contra tres brujas en la isla de Guernsey, en el canal de La Mancha, en 1617. La reos habían sido juzgadas, condenadas y sentenciadas, a pesar de que únicamente aparecieran cargos de maleficia. Según los testigos, las tres mujeres habían lanzado embrujos contra objetos inanimados, infligido enfermedades extrañas a muchas personas y animales, dañado cruelmente a un gran número de hombres, mujeres y niños y causado la muerte de muchos animales. Por ello, las tres mujeres fueron condenadas a muerte, sin que nada indicase un culto al demonio. Nada más pronunciarse la sentencia, una de las acusadas Collete du Mont, confesó ser bruja, pero sin poder especificar en que consistía tal hecho, ni que crímenes había cometido. Fue llevada a la cámara de tortura y Collette admitió que el demonio se le había aparecido en forma de gato en numerosas ocasiones y la había incitado a vengarse de sus vecinos. Continuó confesando todo tipo de prácticas diabólicas, como que el demonio la recogía para ir al aquelarre y le entregaba cierta untura negra, con la que tras desnudarse, se frotaba las nalgas, la tripa y el estómago; luego, tras volverse a vestir,  salió por la puerta de su casa y fue inmediatamente transportada por el aire a gran velocidad, llegando al aquelarre, que unas veces estaba cerca del cementerio parroquial y otras junto a la orilla del mar, próximo a Rocquaine Castle, donde se encontraba con otros quince o dieciséis brujos y brujas y con los demonios que se hallaban allí en forma de perros, gatos y liebres. Allí adoraban al diablo, quien acostumbraba a erguirse sobre sus patas traseras, y mantenían relaciones sexuales con él bajo forma de perro; luego bailaban espalda con espalda, y después del baile, bebían vino que el diablo vertía en una copa de plata o peltre. También comían pan blanco que el demonio les ofrecía. Nunca vio sal en el aquelarre. J.L. Pitts, Witchcraft and Devil Love in the Channel Islands (Guernsey, 1886).



Häxan, la brujería a través de los tiempos (1922) de Benjamin Christensen

      Las confesiones se realizaban para no soportar los atroces tormentos que les esperaban si mantenían silencio. Muchos pensaban que podrían sobrevivir a la tortura y ser absueltos. Otros confesaban “voluntariamente” al no poder soportar el odio que su comunidad les profesaba, ni el aislamiento social que ello conllevaba. La mayoría de estas confesiones se realizaban con la esperanza de obtener clemencia judicial, ya que en algunos sitios estaba establecida la práctica judicial de otorgar una suspensión temporal de la pena a quienes confesara. Fueran cuales fuesen los motivos, estas confesiones podían ser urdidas con facilidad para obtener clemencia y no podemos confiar, por tanto, en su exactitud real.


       No todas las confesiones “libres” de brujería constituían intentos conscientes de evitar algún tipo de dolor o sufrimiento. Algunas estuvieron motivadas por un estado senil del confeso, muchas personas perseguidas por brujería eran viejas y mentalmente enfermas. Ya en el siglo XVI el crítico de la caza de brujas Johann Weyer, afirmaba que estas mujeres padecían melancolía. En la actualidad se conoce la enfermedad de la mitomanía y se sabe que existen enfermos que confiesan crímenes que no han cometido, ni hubiesen podido cometer. Personas perturbadas que confiesan la realización de actividades practicadas sólo en sueños, muchos de los cuales estaban condicionados por tradiciones culturales de su zona de origen: fabulosos sitios de reunión de brujas, vuelos nocturnos... En otros casos, los sueños podían haber sido provocados por el consumo de drogas. En los siglos XVI y XVII estaba extendida la creencia de que las brujas acudían volando al aquelarre porque se untaban el cuerpo con unturas mágicas. Las recetas de algunas de ellas han llegado hasta nosotros y hemos visto que contenían atropinas -alcaloides de las solanáceas-, que por vía cutánea poseen un efecto psicotrópico o alucinógeno, proporcionando sensaciones similares al vuelo.

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