Pensamiento post-darwinista francés
Henri Bergson (1850-1941)
En Francia tenemos al filósofo Bergson,
el cual destaca por hacer una interpretación espiritualista de la teoría de la
evolución, en su libro La evolución
creadora (1985). Bergson modifica el “modelo” del árbol de la
evolución, asociándolo a una nueva versión de la antigua teoría de las tres
almas, adaptada a la evolución divergente, y enriqueciendo el modelo con sus
reflexiones sobre el tiempo, cuarta dimensión tan importante para la
comprensión de la vida, que los biólogos suelen desatender en su celo por
explicar las funciones partiendo únicamente de las estructuras. Veamos a
continuación la explicación del propio Bergson de su nueva versión de las tres
almas: estupor vegetativo, instinto e inteligencia:
“El
error capital que, desde Aristóteles, ha viciado la mayor parte de las
filosofías de la naturaleza, consiste en concebir la vida vegetativa, la vida
instintiva y la vida racional como tres grados sucesivos de una misma tendencia
en desarrollo, cuando se trata en realidad de tres orientaciones divergentes de
una actividad escindida en su desarrollo. La diferencia entre ellas no es de
intensidad, tampoco de grado, sino de naturaleza”.
Henri
Bergson (1850-1941)
Lo primero a señalar es que estos tres
principios vitales son de hecho tres aspectos de lo que Bergson denomina, en
otro momento, “la conciencia proyectada a través de la materia” o “principio
psíquico”. En vez de imaginarlos como tres grados de perfeccionamiento
creciente encajados a lo largo de una escala lineal, como en la gran escala de
los seres, los considera tres grandes direcciones divergentes que habrían
orientado la diferenciación de los grandes reinos de la vida. Las plantas han
perfeccionado el primer principio, el vegetativo. Los artrópodos, insectos, y
especialmente los himenópteros, han desarrollado las mayoras cotas de instinto.
Los vertebrados han ido perfeccionando la inteligencia, que culmina con el ser
humano.
No es este el lugar para intentar resumir
la concepción bersoniana del impulso vital, que pasa de una
generación de gérmenes a la generación siguiente por medio de los organismos
desarrollados que hacen de puente entre estos gérmenes. Según Bergson este
impulso vital, que se conserva en las líneas de evolución entre las cuales se
reparte, es la causa profunda de las variaciones y de la creación de especies
nuevas. No se trata, según él, de un mecanismo, ni hay finalidad, ya que el
mecanismo exige un plan y toda finalidad tiene un objetivo (o una causa final),
por lo que en ambos casos “todo vendría ya dado”. El tiempo carecería de valor
y la historia de orientación. Por el contrario, según Bergson, el impulso vital
sería una “exigencia de la creación” (lo que resulta un planteamiento muy
interesante para los biólogos): es la propia vida la que inventa y crea las
formas, a lo largo del tiempo, la que elabora continuamente innovaciones
absolutas, como un artista componiendo un cuadro. Atendamos de nuevo a sus
palabras:
“El
impulso vital del que hablamos consiste, en suma, en una exigencia de la
creación. No puede crear de manera absoluta pues se topa con la materia, es
decir, con un movimiento inverso al suyo. Pero toma esta materia, que es la
propia necesidad, y tiende a introducir en ella la mayor cantidad posible de
indeterminación y de libertad”.
La evolución
creadora (1985) da por supuesta la evolución biológica, pero Bergson
no afirmó la evolución como un dogma, sino como una explicación verosímil. Y se
apartó de las explicaciones mecanicistas y cientificistas que creen explicarlo
todo recurriendo a los mecanismos materiales. Para Bergson, la vida es una
corriente o un impulso que se va ramificando y diversificando; afirma que sólo
en unas pocas líneas -los insectos y los vertebrados- se da un progreso hacia
formas cada vez más altas y complejas, mientras que en las demás se multiplican
las desviaciones, los paros y los retrocesos. Sólo la ruta de los vertebrados
"ha sido suficientemente amplia para dejar pasar libremente el gran soplo
de la vida". Contempla al hombre como "el término y la finalidad de
la evolución". Su obra parece sugerir una divinidad que, por una parte,
tendría un cierto aire panteísta
Teilhard de Chardin (1981-1955)
La curiosa versión tardo-romántica y
“metacristiana” del evolucionismo, como la planteada por Teilhard de Chardin, jesuita y
paleontólogo, alcanzó un éxito extraordinario antes de sumirse en el olvido. El
biólogo Francisco
J. Ayala (La naturaleza
inacabada. Salvat Editores SA. Biblioteca científica Salvat, 93.
278 págs. Barcelona, 1989) realiza una síntesis sobre el pensamiento de
Teilhard de Chardin y lo reduce a cuatro puntos básicos:
Antes de la aparición de la teoría de la
evolución, predominaba la imagen de un universo estático, formado totalmente
desde sus lejanos comienzos. Por el contrario, con la evolución aparece la
dimensión “tiempo” (la cuarta dimensión), como un actor principal, ya que el
cambio es lo esencial y lo estático es lo inexistente.
Según Teilhard, no sólo la vida,
sino la materia y el pensamiento están también involucrados en
el proceso de la evolución. De ahí que es necesario atribuirle a dicho proceso
un sentido.
El sentido de la evolución, que
involucra tanto la materia, como la vida y el pensamiento (o el espíritu), está
comprendido en un principio descriptivo de la mayor generalidad: la tendencia
hacia el logro de mayores niveles de complejidad y, simultáneamente, al logro
de mayores niveles de conciencia.
Teilhard de Chardin (1981-1955)
A partir de la tendencia del universo,
guiado por la Ley de complejidad-conciencia,
Teilhard vislumbra el Punto Omega, al que define como la meta de la
evolución:
“Una colectividad armonizada de
conciencias, que equivale a una especie de superconciencia. La Tierra
cubriéndose no sólo de granos de pensamiento, contándose por miríadas, sino
envolviéndose de una sola envoltura pensante hasta no formar precisamente más
que un solo y amplio grano de pensamiento, a escala sideral. La pluralidad de
las reflexiones individuales agrupándose y reforzándose en el acto de una sola
reflexión unánime”.
Teilhard indica que los problemas sociales
del aislamiento y de la marginalización son inhibidores enormes de la
evolución, ya que la evolución requiere una unificación del sentido. Ningún
futuro evolutivo aguarda a la persona si no es en asociación con los demás.
Según Teilhard, el universo alcanza estados
de complejidad y de conciencia cada vez más elevados mediante una serie de
saltos: la pre-vida
(desarrollo de la materia con un “germen de conciencia”), la vida (expansión
de los seres vivos, creciente complicad de la conciencia), el pensamiento
(etapa humana), la ultra-vida (aparición
de un ultra-humano, de un espíritu planetario que se acabará disociando de la
vida). Finalmente, el espíritu planetario convergerá hacia un punto Omega y se identificará con Cristo en
el fin del mundo fenoménico. La evolución supone pues para él, como para
Schelling y los románticos, una ascensión progresiva de la creación hacia dios.
En el ámbito teológico, la obra de Teilhard
no es nada ortodoxa: el Cristo redentor, considerado con respecto al cosmos, en
vez de con respecto a la Trinidad, se convierte en un “Cristo
evolucionador”, motor del “dispositivo evolutivo”, asociado a la
fuerza cósmica, origen y fin de la evolución.
Jean
Deville, “El Hombre-Dios”
En el ámbito de la conceptualización de la
animalidad y de la humanidad, Teilhard retoma el modelo haeckelinao del
árbol de vida cuyas ramas, racimos u hojas representan las ramas, “estratos”,
biotas, órdenes y familias en los que los naturalistas clasifican a los seres
vivos. En dicho árbol, los mamíferos no son más que una “pobre ramilla” que ha
crecido tardíamente; los primates, un pequeño ramillete de hojas y los humanos
una de ellas, la última en crecer. Y sin embargo, este último brote del “enorme
organismo” es, según Teilhard, la “flecha del árbol” en la cual se concentran
todas las esperanzas del futuro del Universo.
Entre los biólogos la corriente de
pensamiento post-darwinista francesa se desarrolló con gran originalidad, sobre
todo entre los especialistas de la “macro-evolución”, que prima como objeto de
estudio los grandes cambios estructurales de los organismos.
Pierre P.
Grassé (1895-1985), del cual hablaremos también en el capítulo
dedicado al modelo cibernético de vida, resulta un autor particularmente
interesante en lo referente a estas cuestiones.
No en todos los países se ha aceptado de
manera igualmente dogmática la hipótesis darwinista como la explicación
científica inexpugnable del hecho evolutivo. Francia por ejemplo, presenta una
tradición de fantásticos investigadores que han desarrollado su trabajo desde
el más profundo escepticismo hacia el discurso de la teoría sintética moderna.
Entre ellos, destaca la figura del naturalista, zoólogo y paleontólogo Pierre
Paul Grassé.
La
evolución de lo viviente, de Pierre P. Grassé
Este
biólogo, como tantos otros actualmente, muestra su discrepancia con la
pretensión de los darwinista de tener la auténtica verdad en el tema de la
evolución, así como la actitud entre la clase científica que tienen el
darwinismo como una idea rectora de toda la labor de investigación,
pervirtiendo así el principio fundamental del método científico que prescribe
la inferencia de las teorías a partir de los hechos y no al revés, la
proclamación de la teoría como verdad incuestionable y la interpretación de los
hechos como un ejercicio de acomodación a la teoría, afirma Felipe Aizpún, Pierre
Paul Grassé y la evolución, 2010. Darwin o
Diseño Inteligente.
Ya en los años 70 describía el código
genético como las inteligencia de la especie, la vida como un proceso circular
en cuyo seno la información circula constantemente entre los genes, el
organismo y el entorno, permitiendo al organismo autorregularse y responder a
estímulos externos variables:
“El ADN debe recibir mensajes ya sea de otras
partes de la célula, de los órganos… o del mundo exterior (estímulos sensibles,
fenómenos, etc.) Pues si no, ¿qué milagro le permitiría generar la información adecuada
para el ejercicio de una función dada?”.
Dice Grassé en la Introducción de su libro
“L´evolution du vivant” de 1973:
“Todo ser vivo posee una enorme
cantidad de “inteligencia”, mucha más de la que es necesaria para construir la
más magnífica de las catedrales. Hoy día, esa “inteligencia” la llamamos
“información”, pero sigue siendo la misma cosa. No está programada como en un
ordenador sino más bien condensada a escala molecular en el ADN del cromosoma o
de otros organelos de cada célula. Esta “inteligencia” es el sine qua non de la
vida. Si falta, ningún ser vivo es imaginable. ¿De dónde viene? Este es un
problema que concierne tanto a los biólogos como a los filósofos, y de momento,
la ciencia parece incapaz de resolverlo.”
“Grassé considera también que la riqueza
inmensa de la diversidad de la vida no es sino el resultado de un proceso de
información en una dirección determinada y quizás, añade Grassé, “hacia un
propósito determinado”. Grassé hace siempre profesión de fe naturalista y
descarta buscar explicaciones a los enigmas de la vida en lo sobrenatural. Sin
embargo, no puede menos que poner de manifiesto la existencia de la información
(inteligencia) que preside los procesos de la vida, una realidad formal que
trasciende la materia y la energía” (Felipe Aizpún,
Pierre Paul Grassé y la evolución, 2010. Darwin o
Diseño Inteligente).
Un reciente descubrimiento
del paleontólogo Jean Chaline, del astrofísico Laurent Nottale y del economista
Pierre Grou
ha causado una gran sensación en Francia.
La evolución se produce por grandes saltos evolutivos a tenor de los
datos que se desprenden después del estudio de largas secuencias de tiempo.
Dichos datos son consistentes con una ley periódica logarítmica que predice que
todo linaje llega a una época crítica (Tc) que puede ser interpretado como el
fin de la capacidad de ese linaje a evolucionar.
Se podría expresar matemáticamente cierto
“determinismo subyacente en la evolución” mediante la ecuación: Tn = Tc + (To – Tg)g–n. Esta ley resultaría
retro-predictiva. Así, del árbol evolutivo pasamos al árbol fractal. Según Chaline:
“Parece que la vida obedece a una ley periódica
de aceleración: se da cierto número de acontecimientos evolutivos en fechas
cada vez más cercanas hasta alcanzar un momento crítico (Tc) que señala el
agotamiento de las potencialidades evolutivas del grupo. De esta manera, la
ecuación indica el final de la evolución de los dinosaurios en el -156 millones
de años; en cuanto a la actual especie humana, esta debería extinguirse dentro
de ochocientos mil años”.
Una previsión tranquilizadora. Este intento de predecir la evolución mediante nuevos instrumentos matemáticos tal vez no sea más que la última re-edición de nuestras pretensiones de “modelización” del mundo, de nuestro rechazo a un universo desordenado, nuestra creencia, al fin y al cabo, en una Divina Providencia. No deja de ser notable, en todo caso, que se lance hoy en día una teoría de este calibre, en una época tan pobre en reflexiones teóricas.
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