La fabricación del bulo


9. La fabricación del bulo

     La labor de los inquisidores –en cualquier tiempo de la história- consiste en averiguar si en la propia sociedad se dan delitos contra la religión establecida, sacrilegios, hechizos y otros actos similares que deben ser castigados. Veamos un ejemplo típico de «acción judicial» de esta clase en el llamado «affaire» de las Bacanales, en Roma, precedido y seguido por otros dos grandes procesos en que las mujeres hicieron el gasto. En efecto, en el año 33 a. de C. se habían producido muchas muertes en Roma. Todas con los mismos síntomas y entre gente importante: muchos magistrados. En cambio, las mujeres aparecían libres de aquella especie rara de plaga o peste. He aquí que una mujer, humilde criada o sierva, va a ver al edil curul y le promete revelar la causa del mal a condición de que se le perdone. El  Senado acepta la condición y la mujer, ante una comisión, manifiesta que todo el mal es debido a unas matronas que preparaban cocciones venenosas, drogas y ponzoñas que tenían escondidas. Descubiertas las maléficas, se les obligó a beber aquellas pociones y murieron. La culpabilidad de las primeramente denunciadas quedó clara y de grupo en grupo se llegó a condenar hasta setenta. Esto lo cuenta Tito Livio con excesiva sobriedad de detalles.


El joven Baco, de William-Adolphe Bouguereau (1825-1905)

      El caso es que en el 180 a. de C. hubo otro asunto parecido. También empezó a causa de las denuncias de una mujer mal afamada, la cortesana Hispala Fecenia reveló el secreto de estas prácticas a un joven que amaba, Publio Aebutio para protegerle de su propia madre que quería iniciarle en los misterios de Baco. Siguiendo el consejo de Hispala, Publio se negó a ser iniciado en los misterios. Fue obligado por su madre y por el marido y buscó refugio con una de sus tías, que le aconsejó que contara esta historia al cónsul Postumio. Las confidencias están llenas de detalles sobre horrores que se atribuían a mujeres y hombres de las mejores familias de Roma, en orgías que celebraban en honor a Baco. El cónsul decidió llevar a cabo una investigación secreta. El Senado temió que bajo la secta se ocultase una conspiración contra la República. Encargó a los cónsules informes contra las bacanales y los sacrificios nocturnos, prometiendo recompensas a los informantes y prohibiendo las reuniones de iniciados. La encuesta sirvió para acusar hasta siete mil secuaces de la secta religiosa de origen extranjero.


Bacanal de Peter Paul Rubens

10. Los efectos del bulo

    El lector puede establecer por su cuenta la conexión que pueden tener estos hechos con lo que en castellano se llama «bulo», que es una clase muy especial de noticia falsa, con efectos graves. Por ejemplo, durante el cólera de 1834 se dijo que se habían envenenado las aguas y que gente malvada producía la muerte de inocentes. Los responsables siempre son gentes odiadas: los leprosos, en un momento, los jesuitas, en otro; los masones, los judíos, en fin, todas las minorías.

      A lo largo de la historia de Europa este triste bulo de los envenenamientos ha producido terrores parecidos. En este mismo estudio tendremos oportunidad de seguir paso a paso la fabricación de un complot para exterminar a los leprosos en el sur de Francia, después a los judíos, a los herejes y, finalmente, a las brujas. Pero lo grave es que la gente de autoridad le dé crédito al bulo y se planteen situaciones como la que se dio en Milán el verano de 1630, cuando la peste atacó la ciudad. Manzoni en «Promessi Sposi» (Los novios), dio una descripción dramática de la situación que, en general, parece que está de acuerdo con lo que los eruditos italianos han averiguado sobre el asunto, como el estudio de Fausto Nicolini ('La peste del 1629-1632', Fondazione Treccani degli Alfieri, Storia di Milano, X. Milan, 1957) comparando el texto novelesco del escritor con ciertos documentos históricos.


Médico alemán con vestimenta para prevenir el contagio de la peste (siglo XVII). El pico es una máscara de gas primitiva, rellena con sustancias que se pensaba alejaban la peste

La peste de Milán de 1630

     A Federico Borromeo (1564-1631) se le recuerda fundamentalmente por dos razones: por la creación de la Biblioteca Ambrosiana, y por la heroica lucha contra la peste que libró hacia el final de su existencia. La epidemia que le tocó enfrentar se inició en 1628, cuando ya contaba con 64 años. Fue favorecida por la estupidez humana, expresada a través de la torpeza y corrupción de las autoridades y de la ceguera médica. En primer lugar, había guerra; en segundo, y como consecuencia, hambruna y migración a las ciudades. Se trataba de una guerra por la posesión, tras la muerte del duque Vicente Gonzaga II, de  Mantua y Monteferrato, los dos estados que poseía en Italia.

     España, Francia (con el cardenal Richelieu), la República de Venecia y el Papa Urbano VIII, apoyaban unos a Felipe Gonzaga, y los alemanes y austriacos a Carlos Manuel I, duque de Saboya. Las tropas alemanas invadieron Italia y el el Tribunal de Sanidad de Milán supo que las tropas alemanas portaban la peste, pues a su paso por las distintas ciudades dejaban una curiosa enfermedad que diezmaba las poblaciones. El protomédico Luigi Settala, profesor de medicina de la Universidad de Pavía, que de joven había luchado contra la epidemia anterior, advirtió oportunamente al Tribunal para que tomase medidas, pero éste prefirió enviar un par de médicos a investigar en el terreno.

     Estos médicos no quisieron ver la realidad y regresaron diciendo que las muertes se debían, en algunos lugares, a las emanaciones pútridas de los pantanos, y en otras, a los excesos de los alemanes. Pero, como las noticias eran cada vez más alarmantes y los germanos estaban más cerca, se envió a otro médico célebre, Tadino, quien confirmó los más negros temores y en cuyo testimonio nos apoyaremos frecuentemente en este artículo.

      Alertado Ambrosio Espínola, quien gobernaba interinamente en nombre de España, respondió que eran más urgentes los negocios de la guerra: Sed belligaviore esse cures. Y en lugar de cerrar la ciudad, la abrió para celebrar el natalicio del príncipe Carlos, primogénito del rey español Felipe IV, lo que dio ocasión para que acudiesen desde los pueblos vecinos "muchedumbres ávidas de pan y diversiones".

      El 1628 había sido un año de gran hambruna, tanto por las malas cosechas como por la devastación causada en los campos por las tropas de uno y otro pretendientes. Las autoridades fijaron el precio del pan en un tercio del costo y el bajo precio fomentó la demanda a extremos imposibles de satisfacer, los panaderos no dieron abasto, las amasaderías fueron asaltadas y destruidas, mayores fueron el hambre y la penuria. Las autoridades reunieron, para socorrerlos mejor, a los más hambrientos y depauperados en el antiguo lazareto, donde se hacinaron por miles. El caldo estaba listo: faltaba el inóculo. El 22 de octubre éste llegó con la entrada en Milán de Pedro Antonio Lovato, soldado italiano al servicio de España, que estaba de guarnición en Lecco y quiso asistir a las fiestas. Aunque el Cardenal Federico Borromeo ya se había adelantado, enviando una circular a los párrocos para quemar las ropas de los enfermos del lazareto, el Tribunal no había estado tan ágil en el sentido de prohibir la compra ventajosa de vestimenta a los alemanes, de manera que el soldado entró con un gran lío de ropa comprada o robada a los invasores y lo dejó en casa de su tío Giancarlo, quien fue a parar al hospital con un bubón axilar. El Tribunal ordenó quemar su cama y vestidos, pero era demasiado tarde: murieron los dos practicantes y el sacerdote que asistieron al enfermo y la peste se extendió.

     Se produjo en la ciudad un curioso fenómeno de negación de la evidencia, al que cooperaron incluso algunos médicos, quienes, no queriendo reconocer que se habían equivocado, para evitar la vergüenza acarreada por su ignorancia, hablaban de fiebres pestilentes. El profesor Settala, campeón de la teoría de la peste contagiosa, fue apedreado por una turba que lo acusaba de atemorizar con una plaga inexistente a fin de aumentar su consulta y así enriquecerse con el terror de la población; más, cuando el mismo protomédico, su mujer, dos hijos y siete criados cayeron enfermos, comenzó la plebe a dudar... pero el convencimiento total nunca llegó, gracias a los imaginarios untadores.

      Cuando los porfiados no encuentran apoyo en los hechos reales, recurren a los imaginarios. Entre las ideas populares de la época estaban las de los maleficios, estimándose posible que la peste se introdujese por hechizos o por envenenamientos, tanto que ya el año anterior el rey Felipe IV había enviado un oficio al Gobernador interino de Milán, advirtiéndole que habían entrado a Italia unos franceses, escapados de Madrid, que esparcían ungüentos venenosos y pestíferos. La situación era explosiva y faltaba sólo una chispa. El 17 de mayo, casi siete meses después del inóculo de la Yersinia pestis por el soldadito con su hatillo de ropa alemana, ocurrió un hecho banal e inocente, que desencadenó una tragedia.

      Algún amante de la limpieza pasó un paño por la barandilla de madera que, en la catedral, separaba los bancos de las mujeres y de los hombres. Quienes lo vieron, corrieron al Tribunal, denunciando que no sólo la barandilla había sido untada, sino también las bancas; el Tribunal, en un exceso de celo, sacó a la calle barandas y gran número de bancas, que más tarde serían quemadas sin mucha reflexión, dando crédito al populacho. Al día siguiente numerosas casas exhibían en sus puertas y ventanas manchones amarillo-blanquecinos, hechos al parecer con una esponja. ¿Una broma estúpida de los joviales muchachos de la época o el trabajo de los miembros de un complot? El espanto cundió en la ciudad y todo individuo que por su vestimenta o su lengua pareciese extranjero, era detenido y llevado a la cárcel, sospechoso de ser untador, pero a ninguno pudo probarse tan nefando delito. Experiencias realizadas en perros, bajo la dirección de Settala, con la sustancia supuestamente untada -una especie de jaboncillo pegajoso- arrojaron resultados negativos. Pero el mal estaba hecho y comenzó una siniestra cacería de untadores, que duró mientras la epidemia persistió.

       Aunque ya se había pasado del término "fiebres pestilentes" a una "enfermedad similar a la peste", ni pacientes ni médicos, ni mucho menos las autoridades, querían reconocer la presencia de la peste. El Tribunal, el porfiado y testarudo Tribunal, terminó por convencerse al fin y transmitió ese convencimiento a la población de la manera más atroz. Para la Pascua de Pentecostés solían las familias concurrir al cementerio de San Gregorio, fuera de la Puerta Oriental de Milán, donde reposaban los muertos de la epidemia anterior, ocasión en que todos solían vestir sus mejores galas y mostrar un regocijo impropio del lugar. El Tribunal esperó a que estuviera reunida la mayor muchedumbre, e hizo pasar entre ella un carro con los cadáveres desnudos de toda una familia fallecida el día anterior, "para que todos pudiesen ver las asquerosas y positivas señales de la peste". Esta terapia de shock valió por mil bandos y la presencia en Milán de la peste fue aceptada, pero a la idea del contagio se había sumado la idea del veneno y del maleficio: el unto.

      Federico Borromeo, el Cardenal-Arzobispo, creía en la peste y en el "contagio", esto es, un agente miasmático, imposible de definir, aprehender o imaginar en esa época pre-bacteriológica. Pero, espíritu amplio y abierto, dudaba y no excluía, al principio, la posibilidad del veneno untado. Si fue el primero en tomar medidas epidemiológicas, disponiendo la quema de ropa y el aislamiento de los enfermos, se negó a los pedidos de la autoridad civil para combatir la peste prestando el cuerpo de San Carlos para una procesión salvadora. Expresó sabiamente que, si había untadores, una masiva procesión sería ocasión pintada para que cometieran sus untos; y que, si no los había, la concurrencia de mucha gente facilitaría el contagio, riesgo mucho más cierto11. Pero la presión de las autoridades, apoyadas sutilmente por las armas, fue tremenda, y Borromeo terminó por ceder, sin duda para evitar males mayores, y permitió exponer durante ocho días el cadáver de su santo primo en el altar mayor. El Tribunal de Sanidad aceptó la exhibición, pero hizo cerrar las puertas de la ciudad a los extranjeros y clavar las puertas y ventanas de las casas de los apestados, que eran unas quinientas.

      La procesión se hizo. Fue inmensa, magnífica, lujosa, atravesó la ciudad y desde las ventanas enfermos y sanos saludaban al cadáver del santo. El resultado fue espantoso: al día siguiente creció el número de casos en forma abrupta y masiva, como nadie hubiera podido siquiera imaginar. Y aunque el Tribunal y Borromeo lo atribuyeron a la facilitación de un contagio masivo, "persona a persona", dijo la gente que se debía a untadores infiltrados, quienes habían dispersado polvos venenosos.


Caza de unatadores

     La catástrofe fue total. Los muertos pasaban de quinientos diarios y el lazareto aumentó de dos mil a doce mil pacientes. Según Tadino, la mortalidad llegó en su peor momento a tres mil quinientos por día y el lazareto a quince mil enfermos. El temor a los untadores desarrolló algunas conductas prácticas: nadie usaba capa, para evitar que su ruedo rozara accidentalmente algún unto, ni tampoco llevaban hábito o sotana los religiosos, movilizándose laicos y sacerdotes con la ropa ceñida al cuerpo, por el centro de la calle, porque no les cayese algún polvo de los balcones; iban los caballeros sin séquito a las compras y los amigos se saludaban desde lejos, evitando la menor reunión social; todos portaban vinagre en un paño, con él cubrían de tanto en tanto sus narices, para evitar las emanaciones; nadie se cortaba barba ni cabello, pues los barberos tenían fama de untadores... La creencia en el poder desinfectante del vinagre, así como de esencias olorosas y penetrantes, estaba muy extendida: casi un siglo después el célebre médico francés Chicoyneau diseñaría, con ocasión de la epidemia de Marsella, un curioso traje de infectólogo, en que sobresalía una máscara en pico de loro, en cuyo interior el doctor ponía una buena cuota de vinagre.
     Al final fue atrapado un barbero como causante de los untos, Gian Giacomo Mora, el cual bajo tortura nombró a un caballero poderoso, puesto en su boca por los torturadores, Gaetano de Padilla, quien se encargaría de la parte financiera. Los dos condenados fueron cargados en un carro tirado por bueyes, rodeado por una multitud furiosa, tomó el camino de las monjas Bernardas, donde los dos fueron torturados con tenazas al rojo vivo, y luego se fue a San Pedro, deteniéndose frente a la barbería de Mora, donde le amputaron la mano derecha.

 Por último, la procesión macabra se detuvo en la Piazza della Vetra, pradera infame, donde alzaron el andamio para ajusticiarlos. Los prisioneros fueron atados a la "rueda" y fueron golpeados con palos para romperles todos los huesos. Durante su agonía, los dos pobres muchachos se quedaron durante seis horas expuestos a la vista del público, para que todos puedieran reflexionar sobre el terrible destino de los envenenadores. Al final del ritual, se puso fin a sus sufrimientos quemándolos vivos, y sus cenizas fueron arrojadas al Vetra que corría cerca.



   Los carros mortuorios eran arrastrados por unos miserables rapaces y sin conciencia, llamados monatos, quienes entraban a saco en las casas marcadas por la peste y despojaban de sus bienes a los enfermos y a los contagiados: no morían, bien porque solían reclutarse entre quienes, habiendo sufrido la peste, la habían sobrevivido, bien porque, quizás, no perteneciendo cabalmente al género humano, eran inmunes o refractarios... En una ocasión, viendo que en un carro iba, entrelazada con cadáveres malolientes, una joven febril pero aún viva, el Cardenal se atravesó en su camino para detenerlo, sosteniendo luego una larga conversación con el jefe de los monatos, a quien no sólo logró convencer del contagio persona a persona, haciéndole desembarcar a su pasajera en el lazareto, sino también regenerar, "tornándolo al seno amoroso de la Iglesia". Como en el lazareto había secciones "sanas", que albergaban supuestos contactos, es posible que esta generosa acción de Borromeo haya causado un desastre, al meter al bacilo en el interior de un bello caballo de Troya, pero la intención es lo que vale.




     Federico Borromeo entregó la administración del lazareto a los capuchinos, encabezados por el heroico padre Félix Casatti, lo cual fue un gran avance y salvó innumerables vidas. También colaboró el clero organizando cuadrillas de sepultureros, recogiendo cadáveres y cavando fosas con un amor que jamás hubieran imaginado los siniestros monatos. Y si los médicos del lazareto se extinguieron muy rápido (no había muchos por entonces) los religiosos, que asumieron las funciones terapéuticas y de enfermería, sufrieron pérdidas más horrorosas, muriendo "ocho de cada nueve" y "más de sesenta párrocos". Federico vio a su alrededor como desaparecían sus familiares y amigos, pero se resistió a retirarse a una quinta vecina al Lago Maggiore (Isola Bella no era habitable en esa época), permaneciendo en la ciudad, visitando los enfermos y recorriendo las calles, exhortando al clero a cumplir con sus funciones, metiéndose una y otra vez al lazareto y a las casas condenadas. Convencido del contagio como verdadero mecanismo de transmisión, desechando definitivamente la fábula de los untadores, admirábase este Borromeo "de haber salido con bien". Su fortuna no salió, en todo caso ilesa, pues socorrió generosamente de su bolsillo a la ciudad entera, comprando todo el grano necesario y manteniendo siempre su puerta y su bolsa abiertas a todos las veinticuatro horas del día. Había seleccionado seis frailes de entre los más robustos, por estimarlos con mayores posibilidades de sobrevivir a la plaga, y los enviaba día a día, divididos en tres parejas, cargados de víveres y de consuelos para repartir puerta a puerta entre los necesitados, no importando si estas puertas estaban clavadas. Estas parejas, por cierto, debieron renovarse más de una vez.

      Murió la mayor parte de la población y el resto quedó empobrecida. La ciudad, desierta y ruinosa, quemadas las puertas y ventanas de los hogares para combatir el unto, tomaría años en recuperarse. De los médicos, entrarían a la historia los nombres de Luigi Settala y Alessandro Tadinoinfectólogos improvisados y esforzados, en tanto que untadores y monatos entrarían al folclor de la Toscana. De los religiosos, el padre Casatti enfermó mientras dirigía el lazareto, pero sobrevivió para ver morir a casi todos sus compañeros: por el resto de sus días lamentó "haber hecho tan poco". Y en cuanto a Federico Borromeo, si no fue santificado como Carlos, hasta la Yersinia pestis, que no distingue moros ni cristianos, se hizo a un lado y lo saludó con respeto cuando lo vio venir, con la capa al viento, despreciando al unto imaginario, para llevar consuelo a la puerta de algún contacto, condenado irremediablemente a morir en una casa clausurada.
      Artículo extraído de Walter Ledermann D. Peste en Milán: Borromeos y untadores.  Revista chilena de infectología. Santiago de Chile (2003).

11. Conclusión

  En 1975, Luigi Ferrarino (Julio Caro Baroja. Las Brujas y su mundo) publicó varios documentos españoles que confirman nuestro conocimiento del caso.  La peste va unida a muertes y traiciones sin castigo... pero sobre todo a ungüentos envenenados y polvos de la misma calidad que en pocas horas hacen morir a las personas. Hay, sin duda, una conjura y a ella pertenecen los «untori» que renegaban de Dios, se convertían en bestias y entraban donde no pueden entrar hombres.  Todo se hace por parte del Demonio. Además, se dice que los convictos y confesos mediante el modernísimo sistema del tormento decían haber recibido grandes cantidades de dinero por «sembrar los polvos y untar los lugares más comunes del comercio». Recordar la conjura de los leprosos, estudiada por Carlo Ginzbur en Historia nocturna.

     Un comisario y un barbero fueron los principales acusados. He aquí al señor inquisidor actuando. He aquí la receta mágica para producir la peste: «cuerpos de hombres, niños de leche, apestados vivos puestos a hervir en una caldera...» Sierpes también, claro es. Los polvos así confeccionados se soplaban con ciertas cañitas sobre tiendas, iglesias, confesonarios. En una carta del 31 de agosto se cuenta cómo el Cardenal Borromeo y el Inquisidor Mayor, por orden de Su Santidad, «citaron personalmente al diablo» para que aclarara la situación. Las estantiguas corrían por el cielo, es decir, los fantasmas cuya visión causaba pavor, como el de las personas altas y secas, mal vestidas. El diablo dio la fecha de San Miguel para responder sobre el remedio...  Mientras tanto se instruyen causas, se sentencia, se mata de modo cruel a los acusados que aceptan su papel en casos. En casos se niegan a reconocer nada, lo cual se considera también como signo evidente de culpa. Si en la historia hay un «bulo» que haya producido errores famosos es este que produjo la peste de Milán en momentos de tensiones políticas gravísimas, demostrando que los complots o los bulos son un buen medio para desviar responsabilidades.

      Se pregunta Julio Caro Baroja sobre la personalidad del juez que actúa en estos procesos. ¿Qué clase de juez es el que puede actuar en estos casos? De un lado, se puede pensar que se trata de un hombre de fe estrecha para el que el poder del Mal, queda expresado en un dios extranjero o maligno (los paganos aceptaban la existencia de dioses con malignidad) o en el diablo. De otro, que es un burócrata o alto funcionario sombrío y ordenancista, como hay muchos, que cree en la represión por principio. Incluso sin creer demasiado ni en Dios, ni en el Diablo; o creyendo más en el segundo que en el primero. Sea como fuere, el juez ejerce la justicia aceptando todo lo que pueda suponer culpa, lo que pueda considerarse objeto de castigo y represión, como «realmente ocurrido» y establecido. Prosigue Julio Caro Baroja: “Si canta el reo en el tormento todo va sobre ruedas. Si no canta. ¡Ah! ¡Por algo será! ¡Y qué decir de los testigos! Todos valen. Mujeres histéricas, niños aterrorizados, hombres de mala voluntad. Toda clase de odios, resentimientos, miedos, pasiones oscuras, valen para formar un juicio”

      La respuesta que obtiene Julio Caro Baroja sobre estos jueces es que no todos los hombres graves son impostores, pero sí muchos impostores son hombres graves. Trasmutan la Religión haciendo de los formalismos religiosos, de los ritos nimios, de ademanes y apariencias, los elementos básicos de la misma para producir efecto sobre el pueblo. Carecen de fe y de moral. Los cristianos que han aceptado el término «fariseísmo» para expresar el tipo más repulsivo de hipocresía, también han usado por estas tierras de la palabra «santón»: un falso santo, fuera del Cristianismo. Un hombre hipócrita que aparenta santidad, dentro de él. Un hombre con poder también sobre grupos algo atontados o fanáticos. ¿Cuantos políticos que nos están dirigiendo son auténticos inquisidores? Demasiados.

Bibliografía
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3.- Manzoni A. Los novios (I promisi sposi). Ramón Sopena S.A. Barcelona 1975        
4.- Ryan E A. Borromeo, Federico. En Collier's Encyclopedia. Crowell Collier and MacMillan, Inc, USA 1967
5.- Feval P. Le bossu. XVI édition. Librairie Hachette et Cie, París 1925.     
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7.- Monasco A. Josephi Ripamonti. De peste quae fuit anno 1630. Allegri Ed., Milano 1951
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11.- Verri P. Observazione sulla tortura: Scrittori italiani d'economia politica. Impronta, Milano 1837. Citado en: Blanchard, R. Traité des Maladies ContagieusesLibrairie J.B. Baillière et fils, París 1890
12.- Muratori T. Del governo della peste. Modena 1814
13.- Arvin A. Protective clothing of doctors and other who visits plague houses. Clin Infect Dis 2002







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